sábado, 27 de noviembre de 2010

Sólo guayacanes amarillos

Sólo guayacanes amarillos

Jaime L. Z. García
Junio de 2009

En un día tan radiante como pocos, a través de una senda totalmente cubierta por hojas secas que habían sido derramadas por hermosos guayacanes amarillos, dispuestos en dos finas hileras paralelas a sus lados, caminaba Nicolás. “Nunca, se decía, nunca en mi vida había visto una senda tan hermosa, ni unos guayacanes amarillos tan frondosos, a pesar incluso de que a esta senda no le quepa ni siquiera una sola hoja seca más.” Ese espectáculo se le hacía bastante maravilloso. Y tampoco podía dejar de admirar el que los árboles estuviesen tan perfectamente alineados, uno detrás del otro, de manera tal que la senda entre ellos fuese totalmente recta. Al lado izquierdo de la senda, separado por una de las hileras de los árboles y por una cortísima costa, se formaban unas aguas que parecían hacer un lago. En el mismo se reflejaba, como en un espejo, la irradiante luz del astro mayor. Todo el escenario era verdaderamente formidable, y podía decirse que las únicas sombras, en aquella senda, eran las que brindaban los árboles con sus ramas, sin contar la de Nicolás. Esas sombras hacían que el clima fuese totalmente fresco, no obstante que el sol se encontrase en su cenit y que incluso estuviésemos en pleno verano.
Nicolás, cansado después de mucho caminar mientras pensaba en los, ora amargos, ora dulces, devenires de la vida, decidió recostarse a la sombra de uno de los guayacanes amarillos, observando hacia los árboles de la otra hilera. Sería superfluo aquí hacer una descripción de las peculiaridades del árbol en el que se recostó Nicolás, pues, por más increíble que pudiera ser, todos los árboles eran tan parecidos que casi podía uno decir que eran totalmente iguales, hasta el punto incluso de que cada uno de ellos era capaz de producir la misma sombra. “¡Cómo sería, exclamó Nicolás, alcanzar una existencia tan perfecta como la que han adquirido, en un día como hoy, esta senda y estos árboles!” “¿Acaso no te gustaría convertirte en uno de nosotros?” Le respondió, preguntándole, el árbol de en frente. “La verdad, ello estaría muy bien. Aunque no sé cómo podría yo llegar a ser tan perfecto como ustedes y su senda.” La senda se integró al diálogo, diciendo: “Muchas gracias por lo de ‘perfectos’, si bien nosotros ya sabemos que somos perfectos. Si deseas alcanzar nuestro grado y nuestra belleza no tienes más que hacer que sumarte a la línea.” “¿A la línea? ¿Cuál línea?, respondió Nicolás”. “Pues a alguna de las hileras que formamos”, dijo el árbol en el que descansaba Nicolás. “Sí, a las hileras entre las cuales yo encuentro mi existencia”, respondió la senda.
Nicolás se sobresaltó: aquello ya no le gustaba para nada. Se puso de pie. Comenzaba a recelar respecto de esta senda totalmente recubierta por hojas secas y estos hermosos y frondosos guayacanes amarillos que brindaban una sombra tan acogedora. Nicolás le preguntó a la senda y a los árboles: “¿Y cómo han llegado ustedes a ser lo que son? ¿Cómo han adquirido una existencia tan perfecta, con unas sombras tan frescas, unas hileras tan bien alineadas y tan finas y una senda tan recta?” “Bueno, respondió el árbol que servía de descanso a Nicolás, lo cierto es que todo lo comenzaron unos hombres muy amables. Ellos, de corazón bondadoso y llenos de buenas intenciones, tuvieron la idea de lograr una senda perfecta, que estuviera finamente delimitada y acotada por dos hileras de árboles igual de perfectas. Plantaron los árboles y los cuidaron con mucho esmero. A esos hombres les tenemos mucho cariño. ¿No es cierto querida senda?” “Es cierto”, respondió la senda. “Pues bien, continuó el frondoso guayacán, una vez que las hileras estuvieron bien fijas, formando la senda, y que los árboles ya habíamos crecido lo suficiente, la senda empezó a llenarse de hojas secas, gracias a la acción del otoño. Después de esto, ya los hombres que lo comenzaron todo dejaron de ser necesarios. Los sucesivos árboles que nacían eran puestos en línea. Así, las hileras comenzaron a alargarse cada vez más, sin dejar de ser totalmente rectas, y manteniendo la rectitud de la senda. Nos autorregulamos. No tuvimos que esperar a que ningún hombre volviera a cuidarnos, todo lo hicimos por nosotros mismos de un modo bastante despersonalizado, y sin buscar otro fin que el constante mantenimiento y repetición del proceso.” “Entonces, preguntó Nicolás, esos demás árboles que fueron creciendo y que no fueron plantados por los hombres nacieron de las semillas que ustedes producían?”. “Bueno, contestó el árbol, en parte”. “¿Cómo que en parte?”, preguntó Nicolás. De inmediato Nicolás fue sujetado en todos sus miembros por diversas ramas de los árboles. Fue transportado hasta el final de la senda, a lo largo y por encima de la misma, por las ramas de todos los árboles, en un gran acto de colaboración y solidaridad. Allí, fue suspendido por encima de la senda. E inmediatamente después del último árbol de una de las hileras, las hojas comenzaron a separarse, hasta que Nicolás se dio cuenta que entre las hojas y las profundidades no había absolutamente nada. No había tierra sobre la que reposaran las hojas, más allá de ellas sólo se encontraba el abismo. Se formó, entonces, un agujero de un diámetro no muy extenso, que parecía perfectamente dispuesto para sembrar allí un ser humano, y que creciera como un frondoso guayacán de una belleza impactante. Nicolás entendió el “en parte” que había dicho ese árbol. También entendió qué había pasado con los hombres que comenzaron a formar la senda y las hileras de los árboles: habían sido absorbidos por su propia creación. Las ramas sujetaron a Nicolás fijamente y de pie sobre el agujero, hasta que finalmente las hojas que formaban el suelo de la senda se reunieron, dejando a Nicolás perfectamente sembrado. Ahora formaba parte de las perfectas hileras de hermosos y frondosos guayacanes amarillos, perfectamente iguales, hileras perfectamente alineadas, que formaban una perfecta senda, sobre la cual reposaban perfectas hojas secas. Las manos de Nicolás comenzaron a convertirse en ramas, creciendo hacia lo alto, y sus piernas tornábanse raíces. Nicolás se estaba transformando, alienando, en un deslumbrante guayacán amarillo, perfectamente igual a los otros.
A Nicolás aún le quedaba una esperanza: que aquello no fuera más que una ilusión. Intentó despertarse: en efecto, era un sueño: del cual ya no pudo salir: ahora no podía escapar. Estaba totalmente incorporado a una pesadilla.