martes, 21 de mayo de 2013

El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq


Es excesivamente narrativa a veces, a diferencia de las otras dos novelas que me he leído del autor ("Ampliación del campo de batalla", y "Las partículas elementales"), lo que no siempre se verifica en descripciones penetrantes o trascendentes. Las narraciones que hace se dedican en su mayoría a relatar encuentros insignificantes, superfluos, que pondrían a algún lector ávido no de acción pero sí de juicios cáusticos, a los que lo tiene acostumbrado Houellebecq, al borde apenas de la desesperación.
A primera vista, también, es menos políticamente incorrecta.

A primera vista, solamente. Porque a diferencia de "Ampliación..." y de "Las partículas...", es menos directo, menos panfletario, a la hora de señalar las debilidades, las enfermedades, los virus, que han infectado la civilización occidental; porque su tema sigue siendo la civilización, la civilización en los confines de la autodestrucción, del colapso, no por invasión, sino por la debilidad, por la falta de músculo. Houellebecq nos recuerda aquí al Lovecraft de "La calle"; Houellebecq parece ser consciente de la verdad expuesta por Jacob Burckhardt, otro visionario, y más bien profeta, de la decadencia occidental, que veía anunciada ya en el siglo XIX: "En la historia, la vía de la aniquilación es preparada de manera inmutable por la degeneración interna, por un decrecimiento de la vida. Solo entonces puede un estremecimiento externo ponerle un fin al todo"; verdad puesta ya en claro por otro profeta de la decadencia, esta vez en el siglo XIV, Ibn Khaldun: "A lo largo de la historia, muchas naciones han sufrido una derrota física. Pero cuando una nación es la víctima de una derrota sicológica, entonces eso marca el fin de una nación." Sicológico aquí quiere decir, claro, del alma, de la vocación, de la voluntad.

A primera vista, "El mapa y el territorio" puede ser simplemente una presentación de las formas que sustentan la civilización: la producción, el mantenimiento del orden, la satisfacción sexual. Sin embargo, es profundo, más profundo que en las obras mencionadas, al ser más sugerente, menos explícito, más insinuante, acerca del proceso como esos fundamentos se ven erosionados. Un cambio en el espíritu, una ausencia de percepción, una falta de conciencia colectiva, el mecanicismo de un sistema que anonada los esfuerzos por mantenerlo en funcionamiento.

Al final, el sistema productivo, el sistema sexual, el sistema del orden, dan paso a nuevas formas, que traerán consigo tal vez una nueva civilización, que no conocemos todavía plenamente, de la que el autor nos da unos brochazos, pero que tiene que representar de todos modos el hundimiento de la civilización en la que vivimos, y en la que hemos vivido desde el siglo XIX. El sistema industrial desaparece, el sistema del orden cambia, los técnicos toman el rol del investigador juicioso, representado por el Detective Jasselin y sus métodos anticuados para buscar la verdad, la pareja estable cede ante el avance de la liberación, de la dilución de la necesidad, y del galope inmarcesible, irrefrenable, despiadado, inexorable, de la liberación femenina. El individuo aquí pierde la conciencia, se torna un elemento más, el significado de su personalidad desaparece, sin nostalgia, sin pasado, sin futuro. Todo esto es puesto en las obras de arte ficticias de Jed Martin.

Al final, este desgranamiento, este desleimiento de nuestra cultura, con nuestros ojos fijos, inadaptables, solamente lo podemos ver como una recolonización de la naturaleza, como un "triunfo absoluto de la vegetación". Puede que sea menos directa esta novela, a primera vista es menos cáustica, pero retomando la narración y viéndola al trasluz de sus últimos dos párrafos, se comprende que Houellebecq pueda pertenecer sí, como él dice, al romanticismo, pero a un romanticismo decadentista, que pone el dedo en la llaga y aprieta fuerte.